17/08/2014

Dos, tres, muchos Zanón

don.jpgAyer Zanón, hoy Donnelley: La autoorganización de los trabajadores para defender los puestos de trabajo. Por Colectivo Comuna.


Hace treinta y cinco años, sobre terrenos públicos y gracias a favores crediticios nunca reembolsados, se construyó Zanón: una gran fábrica de cerámica ubicada en la ciudad de Neuquén. Por aquel entonces, el agradecimiento por una Argentina que «mantuviera segura las inversiones” le fue otorgado al gobierno militar por parte de Luigi Zanón, propietario italiano de la empresa. Pero, allí no terminaron los agradecimientos patronales, los frondosos subsidios otorgados por los gobiernos de Menem a nivel nacional y Sobisch a nivel provincial durante los años 80 y 90 tuvieron también su merecida gratitud. Años dulces para los grandes empresarios. Amargos para los trabajadores, como suele ser en este sistema. Las consecuencias de aquellos años afables para las patronales se precipitaron en el año 2001 y la empresa, como es costumbre, adujo problemas para abonar los sueldos de sus trabajadores. Fue en diciembre que finalmente Zanón comunicó el cierre de la fábrica y el despido de 380 empleados, los mismos que decidieron tomar la fábrica y ponerla a trabajar. Fábrica sin Patrón, nombre con el que fue rebautizada, fábrica bajo control obrero, fue el nuevo paradigma que emergió por aquellos años y continúa. Zanón se convirtió así en el símbolo de la fábrica expropiada, en el mojón de aquello que parecía irrealizable.

La historia, a veces como tragedia a veces como farsa, según dictamina la célebre frase, tiene la sospechosa característica de repetirse. La empresa RR Donnelley & Sons Co ingresó en la Argentina en 1999 tras tomar posesión del 100% de las acciones de la Editorial Atlántida, creando así Donnelley Cochrane Argentina S.A. Cinco años después, la firma multinacional se fusionó con Moore Wallace Inc., convirtiéndose en la empresa más importante de impresión a nivel mundial, según puede corroborarse en la propia página de la empresa (ver enlace). El pasado lunes, al presentarse en su habitual horario de trabajo, los obreros de la multinacional encontraron un sugerente aviso pegado en las puertas de la fábrica: los gerentes pidieron al Estado Nacional la quiebra y dejaron, en consecuencia, a 400 familias argentinas en la calle. La primera reacción de los trabajadores fue reunirse en asamblea y cortar la autopista Panamericana. Ese mismo día, el Ministerio de Trabajo de la Provincia de Buenos Aires convocó una mesa de negociación, luego de la cual dictaminó la conciliación obligatoria. Al otro día, ningún representante de la empresa se hizo presente en el lugar y los trabajadores decidieron ingresar a la fábrica para evitar el vaciamiento y ponerla a producir. Según afirmó uno de los delegados de la Comisión Interna, la firma «reportó el año pasado ganancias doscientos dieciocho millones de dólares”, razón por la cual la quiebra resultaría no sólo inentendible y arbitraria, sino abiertamente ilegal y fraudulenta. En esos días habría trascendido que la intención de la firma es mudar su capital a Chile. Como si alguno de nosotros, luego de algún sueño revelador, quisiera apostar en la Quiniela a un número distinto del que apostó durante los últimos 10 años: desde ya, que nuestra inocente decisión lúdica no arrastraría a 400 personas a la calle, cosa que sí sucede con la veleidosa resolución de la firma norteamericana.

Ayer 380, hoy 400: el número sea quizás más obra de una casualidad terrible que de una marca concreta, prueba irrefutable de la naturaleza cíclica del tiempo: no obstante, no deja de ser llamativo, gracioso diríamos, si no se tratara de hambre y miseria. Quizás la historia reciente del país ayude a esclarecer la situación: obra de la casualidad es la cifra; obra de los ciclos económicos de la economía capitalista la miseria de los trabajadores. Si bien la quiebra no fue otorgada y las declaraciones redundan en la negativa a concederla. Si bien la crisis aducida por la empresa no se reconoce, el ajuste de los últimos tiempos es innegable. Como lo es también el hecho de que siempre, indefectiblemente bajo la lógica de la explotación, recaiga sobre los trabajadores.

Hace dos meses, antes de que se desatara el conflicto de Donnelley, Clarín (ver nota) citaba a un gerente de la misma fábrica hablando del avance de la izquierda clasista en las fábricas y de la necesidad de la empresa de invertir en otros suelos, alejados de los reclamos gremiales y políticos. Citamos lo publicado por Clarín a principios de junio de este año: «El directivo de una multinacional apuntó: «˜Apañados por las comisiones internas, aumentó el ausentismo y, por ende, cayó la productividad. La única solución terminará siendo llevar las plantas a lugares menos conflictivos»™ ”. El resaltado, elegido por Clarín, resulta no menos sugestivo que su profética capacidad para hablarnos del futuro. La misma nota resalta, en la voz de otro «gerente anónimo», el avance de la izquierda clasista por sobre el sindicalismo peronista, más afín a los negociados en mesas muy pequeñas con los empresarios, a espaldas de los trabajadores. Mal que le pese a Clarín y su tono de advertencia, el hecho de que la izquierda haya avanzado en las comisiones internas hace que estos conflictos, que nada tienen de nuevo, cobren relevancia; gracias a esas comisiones internas, el resultado de la decisión patronal de cerrar la fábrica no es un grupo de burócratas con sus bolsillos pletóricos de dinero, sino una fábrica produciendo bajo control obrero.

Si bien todavía resulta exagerado comparar la crisis actual con la vivida a principios del nuevo milenio, las similitudes existen, aunque muchos hagan lo imposible para no verlas. El cierre de grandes empresas, la toma de fábricas, el avance en la organización de los trabajadores así lo demuestra. El caso Zanón, por las circunstancias históricas que lo envolvieron, fue una excepción y no una regla. El tiempo, no puede evitar hacerlo, escribirá sus páginas; y sólo la historia dirá si lo mismo sucede con Donnelley.

Fuente: Colectivo Comuna



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