22/03/2006

La censura y quema de libros durante la dictadura militar

Quema_de_libros-3.jpg Además del secuestro y la desaparición sistemática de los luchadores sociales y de la consolidación de las bases del plan económico de Martínez de Hoz, la última dictadura militar también llevó adelante una clara política de desaparición y sustitución de buena parte de la producción literaria de la época.
«Primero había una evaluación política del libro, y luego venía la censura, que era una herramienta de control político en manos del Estado. No había ninguna improvisación, ningún capricho. Sabían muy bien lo que hacían», cuenta el investigador Hernán Invernizzi.


«Allí donde se comienza quemando libros,

se termina quemando hombres»


(Heinrich Heine)

Biblioclastas: genocidas culturales

El término genérico (y poco conocido) que se utiliza para denominar a los quemadores de libros es el de «biblioclastas», y los hubo a lo largo de toda la historia, en toda tiranía y dictadura que hubiera. Los bibloclastas eliminan la evidencia de una historia, un pasado, un pensamiento; y esto equivale a la eliminación, casi en efecto, de una población.

Generalmente, cuando se habla de la última dictadura militar se la asocia casi únicamente con la represión física y el plan sistemático de desaparición y aniquilamiento ejercida por el gobierno militar sobre los luchadores del campo popular, y con la aplicación de las bases económicas que instalaron al neoliberalismo en Argentina.

Imagen_Libros_Quemados.jpg Pero el autodenominado «Proceso de Reorganización Nacional» también tuvo entre sus objetivos la desaparición y quema de una gran cantidad de libros cuyos contenidos eran catalogados de «subversivos», llevando a cabo así otro tipo de genocidio: el genocidio cultural. Quizás porque sabían que, como dice León Gieco en su inolvidable «Hombres de Hierro», «hombres que avanzan se pueden matar / pero los pensamientos quedarán». Y los libros son herramientas fundamentales para transmitirlos, en su capacidad multiplicadora.

El gobierno militar destinó muchos recursos para la conformación de una increíble infraestructura destinada a esa tarea. «La censura y el control cultural no solamente estaban centralizados, sino que estaban muy claramente centralizados en el Ministerio del Interior, que fue el gran controlador de la cultura en la Argentina, donde funcionaba la Dirección Nacional de Publicaciones. Este edificio, que aún hoy está en la calle Moreno 711, en el cruce de Moreno y Diagonal, es un gran edificio. Si hoy lo miramos desde afuera nos vamos a dar cuenta del pedazo de infraestructura que había dedicado a esto, y no era la única unidad dedicada a esta tarea», señala el investigador Hernán Invernizzi, quien junto a Judith Gociol escribió «Un golpe a los libros» (editado por EUDEBA en el 2002), que aborda este tema.

El mito de los «militares tontos»

cincodedos.jpg Una idea muy generalizada hoy en la sociedad es que los militares eran todos brutos y que las censuras que accionaban con los libros respondían a la ignorancia o caprichos de un sargento ignorante o un comisario tonto. Este mito se originó por el hecho de que algunos libros fueron prohibidos por malas interpretaciones de sus títulos, como fue el caso de «La cuba electrolítica» (libro de física), censurado porque contenía la palabra «cuba» en su título («cuba»: recipiente rectangular para operaciones químicas), o el caso de «Cinco Dedos», que era un libro infantil escrito en la Alemania Occidental, en donde una mano verde persigue a los dedos de una roja que, para defenderse y vencer, se une y forma un puño colorado. Por esta última obra estuvo detenido 127 días a «disposición del Poder Ejecutivo Nacional» el director de Ediciones de la Flor, Daniel Divinsky, junto al editor Kuki Miler.

Aunque, ¿por qué no pensarlo también como una política general de terror que quería mostrar al gobierno militar como una banda de locos que podía reprimir a cualquier intelectual o editorial, aunque no sea militante, como el caso de Ediciones de la Flor, que era, cuanto mucho, una editorial «progresista»?

Podemos pensar que el terror funciona cuando no queda claro cual es el código o criterio con el cual funciona. Si parece que la represión es aleatoria, entonces nos aterrorizamos todos y nos paralizamos. Con la cultura parece que operaban en este sentido: hacían un control sistemático, y tomaban decisiones políticas, para producir también sobre la cultura un efecto generalizado del terror.

Libros_1.jpg Para Invernizzi, esos casos que parecían responder a la ignorancia, capricho o paranoia de los censores militares, sólo fueron hechos aislados que no respondían a la regla general, y que hacen al folclore y no a la parte más importante del tema: «El funcionamiento de la censura era extremadamente simple, eficiente y prolijo. El criterio era: no se censura porque sí; porque fulano cae mal o porque es zurdo, porque es comunista o peronista combativo. Detrás de todo acto de censura de libros había una investigación del libro. Muchas de esas investigaciones las encontramos. A veces el informe sobre el libro son tres carillas, y a veces hasta cuarenta. Esos informes eran escritos por intelectuales, por profesionales, profesores de letras, abogados, sociólogos, antropólogos. Gente inteligente, capaz y preparada. Y más de uno de estos estudios los sorprendería porque es más que aceptable el nivel intelectual. Es más: en líneas generales, deberíamos decir que tenían razón en lo que decían, no se equivocaban. Desde el punto de vista de los intereses de clase de la dictadura y de su proyecto ideológico, los libros que ellos identificaban como «peligrosos» o como representantes del pensamiento crítico, por decirlo de alguna manera, estaban correctamente identificados, no se equivocaban. Entonces, después, estos informes iban a la Dirección General de Publicaciones, en donde se tomaba la decisión política. Ellos discriminaban entre el análisis y qué hacer con el análisis. Discriminaban entre el conocimiento y el uso político del conocimiento. Primero había una evaluación política del libro, y luego venía la censura, que era una herramienta de control político en manos del estado. No había ninguna improvisación, ningún capricho. Sabían muy bien lo que hacían.»

Y toda esta política no estaba destinada sólo a censurar y destruir una parte de la producción literaria argentina y extranjera que los militares consideraban como «subversiva», sino también a tratar que «llenar» ese hueco cultural con producciones orientadas hacia su proyecto de sociedad basada en la premisa «estado, religión y familia». «La dictadura tuvo una política cultural basada en un plan sistemático de persecución a cierto tipo de cultura, y de «sustitución» de un tipo de cultura por otro. – continúa el investigador Invernizzi – Hay documentos de la represión ilegal, algunos de los cuales zafaron de la destrucción, que explicaban cómo censurar, cómo controlar, cómo prohibir, y también cómo elaborar y desarrollar una política de sustitución cultural. Y a veces, cuando la cúpula militar se daba cuenta que sus asesores o censores intelectuales se pasaban de mambo por derecha, se rectificaban, pero para modernizar su técnica de represión cultural.»

«Cuidando» a los niños

nacimiento.jpg Uno de los focos en donde el gobierno de facto puso más atención fue en los libros escolares e infantiles, ya que sentían que su obligación moral era preservar a la niñez de aquellos libros que -a su entender- ponían en cuestión valores sagrados como la familia, la religión o la patria. Gran parte de ese control era ejercido a través de la escuela.

Para ello, el gobierno militar crea una comisión de censura previa, y empieza a hacer circular públicamente documentos. En 1977, el Ministerio de Cultura y Educación publica la circular «Subversión en el ámbito educativo (conozcamos a nuestro enemigo)», que informaba lo siguiente:

«(…) 3. NIVELES PREESCOLAR Y PRIMARIO

a. El accionar subversivo se desarrolla a través de maestros ideológicamente captados que inciden sobre las mentes de los pequeños alumnos, fomentando el desarrollo de ideas o conductas rebeldes, aptas para la acción que se desarrollará en niveles superiores.

b. La comunicación se realiza en forma directa, a través de charlas informales y mediante la lectura y comentario de cuentos tendenciosos editados para tal fin. En este sentido se ha advertido en los últimos tiempos una notoria ofensiva marxista en el área de la literatura infantil. («¦)»

Asimismo, el gobierno militar, con la firma del jefe del Estado Mayor del Ejército, Roberto Viola, pone a circular las instrucciones de la «Operación Claridad», orientadas a detectar y secuestrar bibliografía considerada «marxista» e identificar a los docentes que aconsejaban «libros subversivos». Las indicaciones incluían tener en cuenta los siguientes datos:

«(1) Título del texto y la editorial, (2) Materia y curso en el cual se lo utiliza, (3) Establecimiento educativo en el que se lo detectó , (4) Docente que lo impuso o aconsejó, (5) De ser posible se agregará un ejemplar del texto. Caso contrario, fotocopias de algunas páginas, en las que se evidencie su carácter subversivo, (6) Cantidad aproximada de alumnos que lo emplean, (7) Todo otro aspecto que se considere de interés.»

torre.jpg Es muy dificultoso hacer hoy una lista de libros prohibidos, porque hubo censuras parciales. Había libros que estaban prohibidos en una zona del país y en otra no. Por ejemplo, la resolución N° 480 del Ministerio de Cultura y Educación de Córdoba prohibió en su momento «La torre de cubos», de Laura Devetach, con el argumento de que de su análisis se desprendían «graves falencias tales como simbología confusa, cuestionamientos ideológicos-sociales, objetivos no adecuados al hecho estético, ilimitada fantasía, carencia de estímulos espirituales y trascendentes («¦) Critica la organización del trabajo, la propiedad privada y el principio de autoridad». Luego, más tarde, su prohibición alcanzaría nivel nacional.

elefante-2.jpg Otro de los casos más recordados fue el del libro «Un elefante ocupa mucho espacio», de la escritora Elsa Bornemann, en el que relataba una huelga de animales, que fue prohibida por un decreto el 13 de octubre de 1977, que incluía también a «El nacimiento, los niños y el amor, de Agnés Rosenstiehl, y que fue prohibido porque consideraban que el título y el contenido eran demasiado sugerentes para la niños. El decreto militar señalaba que «en ambos casos se trata de cuentos destinados al público infantil, con una finalidad de adoctrinamiento que resulta preparatoria a la tarea de captación ideológica del accionar subversivo (…) De su análisis surge una posición que agravia a la moral, a la Iglesia, a la familia, al ser humano y a la sociedad que éste compone.»

Libros ardiendo

El destino final de muchos libros prohibidos era, entonces, arder en un pozo, en una hoguera común. Aunque hubo muchos otros casos, la quema de libros más grande de la dictadura argentina, o sea, la paradigmática, fue la que sufrió el Centro Editor de América Latina, que había fundado Boris Spivacow. El 30 de agosto de 1980 la policía bonaerense quemó en un baldío de Sarandí un millón y medio de ejemplares del sello, retirados de los depósitos por orden del juez federal de La Plata, Héctor Gustavo de la Serna.

«Los libros del depósito de Sarandí ardieron durante tres días, algunos habían estado apilados y se habían humedecido, así que no prendían bien. La colección en la que yo colaboraba, Nueva Enciclopedia del Mundo Joven, fue quemada íntegra. Me acuerdo de que en uno de los fascículos, de historia del feudalismo, había un príncipe que no se terminaba de quemar. El pobrecito era un príncipe medio afeminado y lleno de flores que se resistía a la hoguera», cuenta la escritora Graciela Cabal, que en esa época era la secretaria de redacción de esa enciclopedia.

Libro_Che_1.jpg Ardieron así, en esa como en otras quemas, infinidad de libros de diversos autores de todo tipo, como Trotsky, Ernesto «Che» Guevara, Marx, Fidel Castro, Perón, Mao Tsé Tung, Enrique Medina, Blas Matamorro, Griselda Gambaro, entre muchos otros.

«Hasta el 76′ la literatura argentina era best seller. Luego, se vuelve sospechosa. Además, los escritores dejan de escribir sobre la realidad. Y cuando vuelve la democracia, nunca fue posible reestablecer esa relación entre literatura argentina y público. Y hoy el marketing quema más que el fuego. Los 90′ completaron el proyecto que se quería imponer en los 70′», analiza, apenada la escritora Ana María Shua.

Quizás pensando en lo que el mercado ofrece hoy al «público lector argentino» como «literatura»: autoayuda, ayuda espiritual, religiones new age y ocultismo, que obviamente no tienen nada que ver con aquella vieja palabra que usaban los militares para definir la literatura digna de ser controlada: la «subversiva».

En este sentido, nunca viene mal devolver al término su verdadero sentido. «Subversivo»: adj. Capaz de subvertir. Subvertir: tr. Trastornar, revolver, alterar un estado de cosas dado, especialmente en sentido moral. ¿No suena parecido a querer cambiar el mundo?

Por Fernando Ruffa


Fuentes consultadas:

 Mesa redonda: «La quema de libros en la dictadura» (jueves 16 de marzo, en el C.C.Recoleta. Hernán Invernizzi, Judith Gociol, Daniel Divinsky, Ana María Shua, Jorge Gómez).

 «Un golpe a los libros (1976-1983)», de Hernán Invernizzi y Judith Gociol (Eudeba, 2002).

 Revista Digital Imaginaria N° 48, del 4 de abril de 2001.

 www.archivo-elciudadano.com.ar/16-02-
2006/laotracara/index.php

 «La hoguera del miedo» (artículo de Marcelo Massarino aparecido en Revista Sudestada, N°46, Marzo 2006)



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